Hace ya un año, impulsado por los atentados en el subte de Londres, subí a esta página – que entonces se llamaba Reconstrucción 2005 – un texto (Una derrota del terrorismo) donde exploraba, a la luz de una experiencia histórica que entendía relevante, las limitaciones del uso del terror como arma política. Frente a lo que hoy sucede en el Líbano y en la Franja de Gaza me parece que es oportuno ampliar el enfoque.
Para algunos analistas estadounidenses, identificados generalmente con los “neocons”,
ha comenzado la 4ª Guerra Mundial (la 3ª sería la que concluyó en 1991 con
la disolución de la Unión Soviética) en la que se enfrentan USA, como
potencia hegemónica y garante de los valores occidentales, con sectores
fundamentalistas musulmanes y los estados que los apoyan. Este planteo – que
encuentra eco en determinados sectores de la derecha europea y aún en
escritores como Giovanni Sartori, Michel Houellebecq u Oriana Fallaci - no
es asumido abiertamente por el gobierno norteamericano, ni tampoco por el de
Israel.
En realidad, parece evidente que el planteo original – casi mesiánico – del
gobierno de Bush “llevar la democracia al Medio Oriente” ha sido abandonado
en la práctica, sino en los discursos. En el pantano en que se ha convertido
Irak para sus fuerzas armadas, un objetivo suficientemente ambicioso es
dejar en pie una autoridad local no irremediablemente hostil ni comprometida
con Irán y que garantice el abastecimiento petrolero. La experiencia le
mostró que cuando los pueblos árabes eligieron libremente, votan en
porcentajes importantes por partidos religiosos, por Hamas o por Hezbollah.
También el sueño, más antiguo, del Eretz Israel ha sido claramente
descartado por sus gobiernos, aún los más comprometidos con el nacionalismo,
y su política actual se dirige a tratar de garantizar la seguridad militar y
demográfica nacional. Queda en pie una consigna casi “fundamentalista”:
“Jerusalén, capital eterna e indivisible del pueblo judío”, y las minorías
afincadas en territorios mayoritariamente árabes son un factor importante en
su ecuación política, pero no alcanzan a determinarla.
Y sin embargo, quien contemple la que está ocurriendo y las políticas
militares que esos dos gobiernos llevan adelante, sin dejarse enceguecer por
la propaganda de un lado o del otro del conflicto, no puede evitar percibir
que se está construyendo, odio a odio, masacre a masacre, las bases de una
guerra de décadas, sino de siglos, entre el mundo islámico y el bloque
occidental que USA conduce y cuya expresión en el Medio Oriente es el estado
judío. Parece un esfuerzo concertado para dar la razón a Huntington y su
“Conflicto de Civilizaciones”.
¿Pero, entonces, estoy afirmando que sus políticos y generales, que, con
excepciones, tienen una formación intelectual de primer nivel, están ciegos?
Sí, y un autor, Chesterton, lo explicó, refiriéndose a los aristócratas
prusianos que contribuyeron a lanzar a Europa a la catástrofe de la 1ª
Guerra: “De las pasiones que ciegan y enloquecen a los hombres, la peor es
la más fría: el desprecio”.
En la base del sueño sionista, en los líderes que quisieron construir un
hogar nacional para el pueblo judío, estaba incorporado, absorbido casi
automáticamente de la Europa del siglo XIX a la que pertenecían, un elemento
de desprecio hacia los “nativos” que ocupaban el territorio que dos mil años
atrás había sido Judea y que estaba gobernado indiferentemente por el
Imperio Otomano. Hoy Israel es la patria de millones de hombres y mujeres
que han nacido allí o que la han elegido; sus lazos con su tierra no son más
débiles que los de cualquier otro pueblo; pero hay otro pueblo, que no tiene
un Estado pero se ha convertido en una nación después de décadas de lucha y
rebelión, para el cual ese suelo es propio.
Ya sería éste el material de una tragedia, pues ese pueblo desalojado, el
palestino, se ha convertido en un símbolo de injusticia y agresión para
todos los que comparten la religión musulmana – que es también una identidad
cultural. Pero hay otro desprecio, disimulado por la corrección política,
que sienten quienes gobiernan en Norteamérica – y en Europa Occidental - por
aquellos países que no han sido capaces de construir estados e instituciones
fuertes. Los latinoamericanos sabemos de esto.
Esta debilidad del mundo árabe es real, aunque haya sido fomentada por los
poderes coloniales. Turquía, Irán, Pakistán, Indonesia no son árabes, y hay
obstáculos geográficos e históricos para que asuman el rol de campeones, o
de garantes. Los estados emergentes, Egipto, Argelia,…, enfrentan sus
propias desafíos, y la tentación de buscar sus propios arreglos. Esta
falencia es lo que permite a los Estados Unidos apoyar incondicionalmente a
Israel sin dejar de acceder, en sus condiciones, a los recursos petroleros
de la región.
Pero esta misma situación es la que ha creado una encerrona histórica para
todos los que participan en el conflicto. Los únicos liderazgos legítimos
que pueden construirse en el mundo musulmán son los que enfrentan a Israel y
a los Estados Unidos, y serán seguidos por sus pueblos si pueden mostrarles
victorias contra el odiado enemigo. Kemal, el modelo turco de
occidentalizador, llegó a ser Ataturk y tuvo el suficiente poder para
construir un Estado fuerte porque derrotó a los ejércitos griegos y sus
aliados europeos. Nasser, Saddam, Khadafi no lograron sus objetivos de
unificación en el marco de un Estado laico. Hoy el sunnita Bin Laden y el
chiíta Nasrallah son los protagonistas. Pues es evidente que ni siquiera el
enfrentamiento de catorce siglos entre Sunna y Shia separa a los musulmanes
frente a lo que perciben como el enemigo común.
Y la locura que – según maestros anteriores a Cristo y a Mahoma – los dioses
deparan a los que quieren perder, ha hecho que el país árabe de la región
más afín a los valores occidentales, el Líbano, multicultural, próspero,
razonablemente democrático - donde el año pasado había triunfado la
Revolución de los Cedros, recuerdan? - haya sido el que está siendo
destruido por los bombardeos. Que los generales israelíes hayan obsequiado a
su mortal enemigo, Hezbollah, la victoria que consigue simplemente con no
haber sido aniquilado. Y cada civil muerto, en la lógica del odio, legitima
los métodos que sus vengadores usan. Porque si el terrorismo es el arma de
los pobres, los bombarderos son el terrorismo de los pueblos poderosos.
En otro momento, trataré de subir a “El hijo de Reco” algunos estudios
realistas de la situación actual. Pero creo que si queremos explorar el
largo plazo, es en la historia musulmana, (y también en las crónicas de la
Biblia hebrea) donde podemos encontrar algunas indicaciones de lo que puede
traer el futuro.
Hace unos setecientos cincuenta años el mundo musulmán también estaba sumido
en el desorden y amenazado por potencias extrañas y hostiles. Aunque sus
instituciones y su cultura eran aun claramente superiores a las de sus
vecinos occidentales, a quienes llamaban los francos, su gobierno nominal –
el califato de los Abasidas – era una decadente sombra de antiguas glorias.
En Egipto surgía una nueva potencia militar, heredera del califato disidente
de los fatímidas, pero estaba absorbida en el enfrentamiento con las
posesiones coloniales de esos mismos francos en la que denominaban Tierra
Santa (invadida en las primeras cruzadas).
Para peor, los países musulmanes se enfrentaban al peligro sin precedentes
de una maquinaria militar muy superior, que ya le había asestado golpes
durísimos y se preparaba para arrasar las tierras de Persia e Irak: el
imperio nómada de los mongoles.
La comunidad islámica mantenía intactas su fe y su fervor religioso, pero
éste se expresaba en múltiples sectas, la mayoría de ellas identificada con
alguna versión de las reivindicaciones de la línea de Alí – la doctrina
chiíta – opuesta a la hegemónica ortodoxia sunnita. Una de ellas, en
particular, conducida por un líder religioso-militar, Hasan ibn Sabah, el
Viejo de la Montaña, había desarrollado dos siglos antes a límites nunca
alcanzados la práctica del terrorismo como arma política. Y la usaban en lo
que concebían como la causa de Dios.
Un cuerpo de élite de homicidas altamente entrenados, que despreciaban su
propia vida, los fidais, sembraba el terror entre los reyes y potentados de
los reinos cristianos del Levante, y entre los emires musulmanes que se
enfrentaban a la secta. El miedo que inspiraban dio un mismo vocablo a
varios idiomas occidentales: el haschish que consumían en sus ritos hizo que
los llamaran hashishin. De ahí viene la palabra asesinos.
Durante cerca de doscientos años fueron un factor a ser tenido en cuenta en
la geopolítica del Medio Oriente. A su ciudadela en Alamut, en el norte de
Siria, enviaron embajadores el gran Saladino y Federico Hohenstaufen,
monarca del Sacro Imperio. Hasta que irrumpieron en escena los ejércitos
mongoles comandados por Hulagu Khan, nieto de Gengis y hermano de Kublai, el
Gran Khan que gobernaba China y que fue amable anfitrión de mercaderes
europeos, entre ellos el veneciano Marco Polo.
Los jefes mongoles aplicaron sus técnicas acostumbradas de estrategia,
velocidad y masacre. Alamut cayó sin una batalla. La secta de los Asesinos
desapareció de la faz de la Tierra, aunque los estudiosos identifican sus
doctrinas religiosas con la versión ismaelita del chiísmo.
Hulagu procedió a conquistar y arrasar Bagdad. Los historiadores reconocen
no menos de 250.000 muertos. Crónicas contemporáneas hablan de 800.000. El
caudillo mongol, que fundó el Il-Kanato de Persia, era – como su abuelo,
padre y hermanos – un pagano y, como los gobernantes mongoles de su
generación, hostil a la religión de Mahoma. En la matanza general, había
dado órdenes de exceptuar a los cristianos. Su madre había sido una princesa
cristiana de rito nestoriano, Sorgagtani Beki, y los cristianos de Oriente
soñaron que se revertían setecientos años de avance musulmán.
Pero las enseñanzas del Corán habían echado profundas raíces en las almas de
los súbditos del Il-Kanato. Los nietos de Hulagu Khan ya fueron devotos
musulmanes, y el último de su línea llevó el nombre de Mohammad Khan. Quizá
algunos eruditos nestorianos se preguntaron a sí mismos cómo podía ser
aquello, si habían ganado la guerra.
Si es así, olvidaban que las guerras, en el largo plazo, se ganan o se
pierden en las mentes de los hombres.
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