Texto completo del discurso que empezó el barullo. Vale la pena leerlo completo, y a los agnósticos les recomiendo especialmente la cita de Sócrates.
Discurso de Benedicto XVI en la Universidad de
Ratisbona (Alemania), 13 Set. 06
RATISBONA, miércoles, 13 septiembre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el
discurso que pronunció Benedicto XVI este martes en la tarde en el encuentro
que mantuvo con representantes alemanes del mundo de la ciencia en Aula
Magna de la Universidad de Ratisbona, de la que había sido catedrático y
vicerrector. El Papa se ha reservado la posibilidad de publicar en un
segundo momento una versión de este texto definitiva con notas al pie de
página. Por este motivo se trata de una redacción provisional. El Santo
Padre ha dado por título a esta conferencia: «Fe, razón y universidad.
Recuerdos y reflexiones».
¡Ilustres señores, gentiles señoras!
Para mí es un momento emocionante estar nuevamente en la cátedra de la
universidad y poder impartir una vez más una lección. Mi pensamiento vuelve
a aquellos años en los que, tras un hermoso periodo en el Instituto Superior
de Freising, inicié mi actividad de profesor académico en la Universidad de
Bonn. En el año 1959 se vivían todavía los viejos tiempos de la universidad
en que había profesores ordinarios. Para las cátedras individuales no
existían ni asistentes ni dactilógrafos, pero en compensación se daba un
contacto muy directo con los estudiantes y sobre todo entre los profesores.
Se daban encuentros antes y después de las lecciones en los cuartos de los
docentes. Los contactos con los historiadores, los filósofos, los filólogos
y también entre las dos facultades teológicas eran muy cercanos. Una vez al
semestre había un «dies academicus», en el que los profesores de todas las
facultades se presentaban delante de los estudiantes de toda la universidad,
haciendo posible una verdadera experiencia de «universitas» --algo a lo que
también ha aludido usted, señor rector, hace poco--: el hecho que nosotros,
a pesar de todas las especializaciones, que a veces nos impiden comunicarnos
entre nosotros, formamos un todo y trabajamos en el todo de la única razón
con sus diferentes dimensiones --estando así juntos también en la común
responsabilidad por el recto uso de la razón--, hacía que se tratase de una
experiencia viva. La universidad, sin duda, estaba orgullosa también de sus
dos facultades teológicas. Estaba claro que también ellas, interrogándose
sobre la racionalidad de la fe, desarrollan un trabajo que necesariamente
forma parte del «todo» de la «universitas scientiarum», aunque no todos
podían compartir la fe, por cuya correlación con la razón común se esfuerzan
los teólogos. Esta cohesión interior en el cosmos de la razón tampoco quedó
perturbada cuando se supo que uno de los colegas había dicho que en nuestra
universidad había algo extraño: dos facultades que se ocupaban de algo que
no existía: Dios. En el conjunto de la universidad era una convicción
indiscutida el hecho de que incluso frente a un escepticismo así de radical
seguía siendo necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio de la
razón y en el contexto de la tradición de la fe cristiana.
Me acordé de todo esto cuando recientemente leí la parte editada por el
profesor Theodore Khoury (Münster) del diálogo que el docto emperador
bizantino Manuel II Paleólogo, tal vez durante el invierno del 1391 en
Ankara, mantuvo con un persa culto sobre el cristianismo y el islam, y la
verdad de ambos. Fue probablemente el mismo emperador quien anotó, durante
el asedio de Constantinopla entre 1394 y 1402, este diálogo. De este modo se
explica el que sus razonamientos son reportados con mucho más detalle que
las respuestas del erudito persa. El diálogo afronta el ámbito de las
estructuras de la fe contenidas en la Biblia y en el Corán y se detiene
sobre todo en la imagen de Dios y del hombre, pero necesariamente también en
la relación entre las «tres Leyes» o tres órdenes de vida: Antiguo
Testamento, Nuevo Testamento, Corán. Quisiera tocar en esta conferencia un
solo argumento --más que nada marginal en la estructura del diálogo-- que,
en el contexto del tema «fe y razón» me ha fascinado y que servirá como
punto de partida para mis reflexiones sobre este tema.
En el séptimo coloquio (controversia) editado por el profesor Khoury, el
emperador toca el tema de la «yihad» (guerra santa). Seguramente el
emperador sabía que en la sura 2, 256 está escrito: «Ninguna constricción en
las cosas de la fe». Es una de las suras del periodo inicial en el que
Mahoma mismo aún no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el
emperador conocía también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y
fijadas en el Corán, acerca de la guerra santa. Sin detenerse en los
particulares, como la diferencia de trato entre los que poseen el «Libro» y
los «incrédulos», de manera sorprendentemente brusca se dirige a su
interlocutor simplemente con la pregunta central sobre la relación entre
religión y violencia, en general, diciendo: «Muéstrame también aquello que
Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e
inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él
predicaba». El emperador explica así minuciosamente las razones por las
cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo irracional. La
violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del
alma. «Dios no goza con la sangre; no actuar según la razón es contrario a
la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por lo tanto,
quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar
bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las
amenazas. Para convencer a un alma razonable no hay que recurrir a los
músculos ni a instrumentos para golpear ni de ningún otro medio con el que
se pueda amenazar a una persona de muerte.».
La afirmación decisiva en esta argumentación contra la conversión mediante
la violencia es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de
Dios. El editor, Theodore Khoury, comenta que para el emperador, como buen
bizantino educado en la filosofía griega, esta afirmación es evidente. Para
la doctrina musulmana, en cambio, Dios es absolutamente trascendente. Su
voluntad no está ligada a ninguna de nuestras categorías, incluso a la de la
racionalidad. En este contexto Khoury cita una obra del conocido islamista
francés R. Arnaldez, quien revela que Ibn Hazn llega a decir que Dios no
estaría condicionado ni siquiera por su misma palabra y que nada lo
obligaría a revelarnos la verdad. Si fuese su voluntad, el hombre debería
practicar incluso la idolatría.
Aquí se abre, en la comprensión de Dios y por lo tanto en la realización
concreta de la religión, un dilema que hoy nos plantea un desafío muy
directo. La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción
con la naturaleza de Dios, ¿es solamente un pensamiento griego o es válido
siempre por sí mismo? Pienso que en este punto se manifiesta la profunda
concordancia entre aquello que es griego en el mejor sentido y aquello que
es fe en Dios sobre el fundamento de la Biblia. Modificando el primer verso
del Libro del Génesis, Juan comenzó el «Prólogo» de su Evangelio con las
palabras: «Al principio era el logos». Es justamente esta palabra la que usa
el emperador: Dios actúa con «logos». «Logos» significa tanto razón como
palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero, como razón.
Con esto, Juan nos ha entregado la palabra conclusiva sobre el concepto
bíblico de Dios, la palabra en la que todas las vías frecuentemente
fatigosas y tortuosas de la fe bíblica alcanzan su meta, encontrando su
síntesis. En principio era el «logos», y el «logos» es Dios, nos dice el
evangelista. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego
no era una simple casualidad. La visión de San Pablo, ante quien se habían
cerrado los caminos de Asia y que, en sueños, vio un macedonio y escuchó su
súplica: «¡Ven a Macedonia y ayúdanos!» (Cf. Hechos 16, 6-10), puede ser
interpretada como una «condensación» de la necesidad intrínseca de un
acercamiento entre la fe bíblica y la filosofía griega.
En realidad, este acercamiento ya había comenzado desde hacía mucho tiempo.
Ya el nombre misterioso de Dios de la zarza ardiente, que separa a Dios del
conjunto de las divinidades con múltiples nombres, afirmando solamente su
ser, es, confrontándose con el mito, una respuesta con la que está en íntima
analogía el intento de Sócrates de vencer y superar al mito mismo. El
proceso iniciado hacia la zarza alcanza, dentro del Antiguo Testamento, una
nueva madurez durante el exilio, donde el Dios de Israel, entonces privado
de la Tierra y del culto, se presenta como el Dios del cielo y de la tierra,
con una simple fórmula que prolonga las palabras de la zarza: «Yo soy». Con
este nuevo conocimiento de Dios va al mismo paso una especie de ilustración,
que se expresa drásticamente en la mofa de las divinidades que no son más
que obra de las manos del hombre (Cf. Salmo 115). De este modo, a pesar de
toda la dureza del desacuerdo con los soberanos helenísticos, que querían
obtener con la fuerza la adecuación al estilo de vida griego y a su culto
idolátrico, la fe bíblica, durante la época helenística, salía interiormente
al encuentro de lo mejor del pensamiento griego, hasta llegar a un contacto
recíproco que después se dio especialmente en la tardía literatura
sapiencial. Hoy nosotros sabemos que la traducción griega del Antiguo
Testamento, realizada en Alejandría --la Biblia de los «Setenta»--, es más
que una simple traducción del texto hebreo (que hay que evaluar quizá de
manera poco positiva): es de por sí un testimonio textual, y un paso
específico e importante de la historia de la Revelación, en el cual se ha
dado este encuentro que tuvo un significado decisivo para el nacimiento del
cristianismo y su divulgación. En el fondo, se trata del encuentro entre fe
y razón, entre auténtica ilustración y religión. Partiendo verdaderamente
desde la íntima naturaleza de la fe cristiana y, al mismo tiempo, desde la
naturaleza del pensamiento helenístico fusionado ya con la fe, Manuel II
podía decir: No actuar «con el "logos"» es contrario a la naturaleza de
Dios.
Honestamente es necesario anotar, que en el tardío Medioevo, se han
desarrollado en la teología tendencias que rompen esta síntesis entre
espíritu griego y espíritu cristiano. En contraposición al así llamado
intelectualismo agustiniano y tomista, con Juan Duns Escoto comenzó un
planteamiento voluntarista, que al final llevó a la afirmación de que sólo
conoceremos de Dios la «voluntas ordinata».
Más allá de ésta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual Él
habría podido crear y hacer también lo contrario de todo lo que
efectivamente ha hecho. Aquí se perfilan posiciones que, sin lugar a dudas,
pueden acercarse a aquellas de Ibn Hazn y podrían llevar hasta la imagen de
un Dios-Árbitro, que no está ligado ni siquiera a la verdad y al bien. La
trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan
exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del
bien dejan de ser un espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales
permanecen para nosotros eternamente inalcanzables y escondidas tras sus
decisiones efectivas. En contraposición, la fe de la Iglesia se ha atenido
siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno
Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía, en
la que ciertamente las desemejanzas son infinitamente más grandes que las
semejanzas --como dice el Concilio Lateranense IV en 1215--, pero que no por
ello se llegan a abolir la analogía y su lenguaje. Dios no se hace más
divino por el hecho que lo alejemos en un voluntarismo puro e impenetrable,
sino que el Dios verdaderamente divino es ese Dios que se ha mostrado como
el «logos» y como «logos» ha actuado y actúa lleno de amor por nosotros.
Ciertamente el amor «sobre pasa» el conocimiento y es por esto capaz de
percibir más que el simple pensamiento (Cf. Efesios 3,19); sin embargo, el
amor del Dios-Logos concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón, como
añade san Pablo es «lógico» (Cf. Romanos 12, 1).
Ese acercamiento recíproco interior, que se ha dado entre la fe bíblica y el
interrogarse a nivel filosófico del pensamiento griego, es un dato de
importancia decisiva no sólo desde el punto de visa de la historia de las
religiones, sino también desde el de la historia universal, un dato que nos
afecta también hoy. Considerado este encuentro, no es sorprendente que el
cristianismo, no obstante su origen e importante desarrollo en Oriente, haya
encontrado su huella históricamente decisiva en Europa. Podemos expresarlo
también al contrario: este encuentro, al que se une sucesivamente el
patrimonio de Roma, ha creado Europa y permanece como fundamento de aquello
que, con razón, se puede llamar Europa.
A la tesis, según la cual, el patrimonio griego, críticamente purificado,
forma parte integrante de la fe cristiana, se le opone la pretensión de la
deshelenización del cristianismo, pretensión que desde el inicio de la edad
moderna domina de manera creciente en la investigación teológica. Si se
analiza con más detalle, se pueden observar tres oleadas en el programa de
la deshelenización: si bien están relacionadas entre sí, en sus motivaciones
y en sus objetivos, son claramente distintas la una de la otra.
La deshelenización se da primero en el contexto de los postulados
fundamentales de la Reforma del siglo XVI. Considerando la tradición de las
escuelas teológicas, los reformadores se veían ante a una sistematización de
la fe condicionada totalmente por la filosofía, es decir, ante un
condicionamiento de la fe desde el exterior, en virtud de una manera de ser
que no derivaba de ella. De este modo, la fe ya no parecía como una palabra
histórica viviente, sino como un elemento integrado en la estructura de un
sistema filosófico.
La «sola Scriptura», en cambio, busca la forma pura primordial de la fe, tal
y como está presente originariamente en la Palabra bíblica. La metafísica se
presenta como un presupuesto derivado de otra fuente, de la que tiene que
liberarse la fe para hacer que vuelva a ser ella misma. Kant siguió este
programa con una radicalidad que los reformadores no podían prever. De este
modo, ancló la fe exclusivamente en la razón práctica, negándole el acceso
al todo de la realidad.
La teología liberal de los siglos XIX y XX acompaña la segunda etapa del
proceso de deshelenización, con Adolf von Harnack, como su máximo
representante. Cuando era estudiante y en mis primeros años como docente,
este programa influenciaba mucho incluso a la teología católica. Tomó como
punto de partida la distinción que Pascal hace entre el Dios de los
filósofos y el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. En mi discurso inaugural en
Bonn, en 1959, traté de referirme a este asunto. No repetiré aquí lo que
dije en aquella ocasión, pero me gustaría describir, al menos brevemente, lo
que era nuevo en este proceso de deshelenización. La idea central de Harnack
era volver simplemente al hombre Jesús y a su mensaje esencial, sin los
añadidos de la teología e incluso de la helenización: Este mensaje esencial
era visto como la culminación del desarrollo religioso de la humanidad. Se
decía que Jesús puso punto final al culto sustituyéndolo por la moral. En
definitiva, se le presentaba como padre de un mensaje moral humanitario.
La meta fundamental era hacer que el cristianismo estuviera en armonía con
la razón moderna, es decir, liberarle de los elementos aparentemente
filosóficos y teológicos, como la fe en la divinidad de Cristo y en Dios uno
y trino. En este sentido, la exégesis histórico-crítica del Nuevo Testamento
restauró el lugar de la teología en la universidad: Para Harnack, la
teología es algo esencialmente histórico y por lo tanto estrictamente
científico. Lo que se puede decir críticamente de Jesús, es por así decir,
expresión de la razón práctica y consecuentemente se puede aplicar a la
Universidad en su conjunto.
En el trasfondo se da la autolimitación moderna de la razón, expresada
clásicamente en las «críticas» de Kant, que mientras tanto fue
radicalizándose ulteriormente por el pensamiento de las ciencias naturales.
Este concepto moderno se basa, por decirlo brevemente, en la síntesis entre
el platonismo (cartesianismo) y el empirismo, una síntesis confirmada por el
éxito de la tecnología. Por un lado presupone la estructura matemática de la
materia, y su intrínseca racionalidad, que hace posible entender cómo
funciona la materia funciona como es posible usarla eficazmente: esta
premisa básica es, por así decirlo, el elemento platónico en el
entendimiento moderno de la naturaleza. Por otro lado, se trata de la
posibilidad de explotar la naturaleza para nuestros propósitos, y en ese
caso sólo la posibilidad de la verificación o falsificación a través de la
experimentación puede llevar a la certeza final. El peso entre los dos polos
puede, dependiendo de las circunstancias, cambiar de un lado al otro. Un
pensador tan positivista como J. Monod declaró que era un convencido
platónico.
Esto permite que emerjan dos principios que son cruciales para el asunto al
que hemos llegado. Primero, sólo la certeza que resulta de la sinergia entre
matemática y empirismo puede ser considerada como científica. Lo que quiere
ser científico tiene que confrontarse con este criterio. De este modo, las
ciencias humanas, como la historia, psicología, sociología y filosofía,
trataron de acercarse a este canon científico. Para nuestra reflexión, es
importante constatar que el método como tal excluye el problema de Dios,
presentándolo como un problema acientífico o precientífico. Pero así nos
encontramos ante la reducción del ámbito de la ciencia y de la razón que
necesita ser cuestionada.
Volveré a tocar el problema después. Por el momento basta tener en cuenta
que cualquier intento de la teología por mantener desde este punto de vista
un carácter de disciplina «científica» no dejaría del cristianismo más que
un miserable fragmento. Pero tenemos que decir más: si la ciencia en su
conjunto no es más que esto, el hombre acabaría quedando reducido. De hecho,
los interrogantes propiamente humanos, es decir, «de dónde» y «hacia dónde»,
los interrogantes de la religión y la ética no pueden encontrar lugar en el
espacio de la razón común descrita por la «ciencia» entendida de este modo y
tienen que ser colocados en el ámbito de lo subjetivo. El sujeto decide
entonces, basándose en su experiencia, lo que considera que es materia de la
religión, y la «conciencia» subjetiva se convierte en el único árbitro de lo
que es ético. De esta manera, sin embargo, la ética y la religión pierden su
poder de crear una comunidad y se convierten en un asunto completamente
personal. Este es un estado peligroso para los asuntos de la humanidad, como
podemos ver en las distintas patologías de la religión y la razón que
necesariamente emergen cuando la razón es tan reducida que las preguntas de
la religión y la ética ya no interesan. Intentos de construir la ética a
partir de las reglas de la evolución o la psicología terminan siendo
simplemente inadecuados.
Antes de esgrimir las conclusiones a las que todo esto lleva, tengo que
referirme brevemente a la tercera etapa de deshelenización, que aún está
dándose. A la luz de nuestra experiencia con el pluralismo cultural, con
frecuencia se dice en nuestros días que la síntesis con el Helenismo lograda
por la Iglesia en sus inicios fue una inculturación preliminar que no debe
ser vinculante para otras culturas. Esto se dice para tener el derecho a
volver al simple mensaje del Nuevo Testamento anterior a la inculturación,
para inculturarlo nuevamente en sus medios particulares. Esta tesis no es
falsa, pero es burda e imprecisa. El Nuevo Testamento fue escrito en griego
y trae consigo el contacto con el espíritu griego, un contacto que había
madurado en el desarrollo precedente del Antiguo Testamento. Ciertamente hay
elementos en el proceso formativo de la Iglesia antigua que no deben
integrarse en todas las culturas, Sin embargo, las decisiones fundamentales
sobre las relaciones entre la fe y el uso de la razón humana son parte de la
fe misma, son desarrollos consecuentes con la naturaleza misma de la fe.
Y así llego a la conclusión. Este intento, hecho con unas pocas pinceladas,
de crítica de la razón moderna a partir de su interior, no significa que hay
que regresar a antes de la Ilustración, rechazando las convicciones de la
era moderna. Los aspectos positivos de la modernidad deben ser conocidos sin
reservas: estamos todos agradecidos por las maravillosas posibilidades que
ha abierto para la humanidad y para su progreso que se nos ha dado. La ética
científica, además, debe ser obediente a la verdad, y, como tal, lleva una
actitud que se refleja en los principios del cristianismo. Mi intención no
es el reduccionismo o la crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de
razón y su aplicación. Mientras nos regocijamos en las nuevas posibilidades
abiertas a la humanidad, también podemos apreciar los peligros que emergen
de estas posibilidades y tenemos que preguntarnos cómo podemos superarlas.
Sólo lo lograremos si la razón y la fe avanzan juntas de un modo nuevo, si
superamos la limitación impuesta por la razón misma a lo que es
empíricamente verificable, y si una vez más generamos nuevos horizontes. En
este sentido la teología pertenece correctamente a la universidad y está
dentro del amplio diálogo de las ciencias, no sólo como una disciplina
histórica y ciencia humana, sino precisamente como teología, como una
profundización en la racionalidad de la fe.
Sólo así podemos lograr ese diálogo genuino de culturas y religiones que
necesitamos con urgencia hoy. En el mundo occidental se sostiene ampliamente
que sólo la razón positivista y las formas de la filosofía basadas en ella
son universalmente válidas. Incluso las culturas profundamente religiosas
ven esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón como un
ataque a sus más profundas convicciones. Una razón que es sorda a lo divino
y que relega la religión al espectro de las subculturas es incapaz de entrar
al diálogo con las culturas. Al mismo tiempo, como he tratado de demostrar,
la razón científica moderna con sus elementos intrínsecamente platónicos
genera una pregunta que va más allá de sí misma, de sus posibilidades y de
su metodología.
La razón científica moderna tiene que aceptar la estructura racional de la
materia y su correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras
racionales que actúan en la naturaleza como un dato de hecho, en el que se
basa su metodología. Incluso la pregunta ¿por qué esto tiene que ser así? es
una cuestión real, que tiene que ser dirigida por las ciencias naturales a
otros modos y planos de pensamiento: a la filosofía y la teología. Para la
filosofía y, si bien es cierto que de otra forma, para la teología, escuchar
a las grandes experiencias y perspectivas de las tradiciones religiosas de
la humanidad, de manera particular las de la fe cristiana, es fuente de
conocimiento; ignorarla sería una grave limitación para nuestra escucha y
respuesta. Aquí recuerdo algo que Sócrates le dijo a Fedón. En
conversaciones anteriores, se habían vertido muchas opiniones filosóficas
falsas, y por eso Sócrates dice: «Sería más fácilmente comprensible si a
alguien le molestaran tanto todas estas falsas nociones que por el resto de
su vida desdeñara y se burlara de toda conversación sobre el ser, pero de
esta forma estaría privado de la verdad de la existencia y sufriría una gran
pérdida».
Occidente ha estado en peligro durante mucho tiempo a causa de esta
aversión, en la que se basa su racionalidad, y por lo tanto sólo puede
sufrir grandemente. Hace falta valentía para comprometer toda la amplitud de
la razón y no la negación de su grandeza: este es el programa con el que la
teología anclada en la fe bíblica ingresa en el debate de nuestro tiempo.
«No actuar razonablemente (con «logos») es contrario a la naturaleza de
Dios» dijo Manuel II, de acuerdo al entendimiento cristiano de Dios, en
respuesta a su interlocutor persa. En el diálogo de las culturas invitamos a
nuestros interlocutores a encontrar este gran «logos», esta amplitud de la
razón. Es la gran tarea de la universidad redescubrirlo constantemente.
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