Por Abel Fernández – 15/09/06
Sentí con fuerza la noticia de la muerte de Rogelio Frigerio. No fui uno de
sus seguidores, y mi relación con él nunca fue cercana (lamentablemente; era
uno de los argentinos a los que valía la pena conocer). Las últimas palabras
que crucé con Don Rogelio fue un llamado telefónico de hace unos quince
años. Sin embargo, tuve la clara sensación que con él se iba una parte de mi
historia. Y también de la historia argentina.
Hoy están en los diarios las notas biográficas. Me interesa más – como le
hubiera interesado a él – hablar del proyecto que le propuso a nuestra
patria, que pasó con esa propuesta y que vigencia, si alguna, todavía tiene.
Da para unos cuantos libros; mi idea es volcar aquí algunas reflexiones.
Fue uno de los hombres claves de la política argentina en el siglo pasado,
aunque su momento de poder fue breve, y ya había concluido – con la caída de
Frondizi - cuando yo y la mayoría de los hombres de mi generación empezamos
a militar (un verbo obsoleto, que ahora sólo se usa como adjetivo
descalificador). Sé que su influjo no fue menor en el gobierno de Guido; que
algún rol tuvo en la elaboración de las ideas de los militares “azules” que
culminarían en el golpe de Onganía; y que fue uno de los interlocutores de
Perón a fines de los ’60 y principios de los ’70, cuando el viejo general
preparaba su regreso. Pero está claro que su poder y su influencia
comenzaron un largo declive desde el ’62 que nunca se detuvo.
¿Por qué entonces digo que fue un hombre clave de nuestra historia? Porque
convirtió en proyecto político – para la democracia de masas que el
peronismo hizo inevitable - el planteo industrialista de Alejandro Bunge y
otros patricios de la Argentina oligárquica. Ese proyecto, el desarrollismo,
fue derrotado, pero dejó una huella tan decisiva que, transformado, se
convirtió en el proyecto que el “partido militar” y sus ideólogos civiles de
entonces, Grondona, Imaz, Roth, …, trataron de llevar adelante con el
general Onganía. Derrotado éste a su vez, las ideas que tuvieron en Frigerio
el primer y más consistente adalid en la segunda mitad del siglo, influyeron
en el plan que su rival Gelbard implementó en el tercer gobierno de Perón.
Algunos de los cuadros político-técnicos que se formaron con él tuvieron
funciones importantes con su viejo adversario, Alfonsín. Y aunque los
comisarios ideológicos del antiguo desarrollismo y del actual oficialismo se
pongan furiosos, si hay un proyecto coherente detrás de las políticas que
impulsaron Duhalde antes y ahora Kirchner, no está muy lejos del pensamiento
de Frigerio.
Pero antes de examinar las causas de su perduración como idea fuerza, es
importante tener claro los motivos de su derrota en el plano del poder
político. Un primer elemento, me parece, es que Frigerio, dirigente con
carisma intelectual y voluntad, formador de cuadros, carecía del oficio
político que se adquiere en los partidos. El talento de sumar y manejar
ideales, ambiciones y vanidades, la capacidad de recordar y tomar en cuenta
a los punteros de cada pequeño distrito en veinte provincias que su socio
Frondizi, también intelectual, había aprendido en el radicalismo, el no lo
tenía.
Pero hay otras razones, más decisivas: después de todo, la primer y decisiva
derrota la sufren unidos. El desarrollismo fue un proyecto político de
intelectuales: su racionalidad economicista, el lenguaje marxista lo hacían
atractivo para los sectores medios dinámicos y con ambición de modernidad,
hartos del gorilismo de sus mayores. Pero – y estoy es lo difícil de
apreciar hoy – estaba basado en una concepción profundamente corporativa de
la política. Frigerio, como también Frondizi, estaban convencidos que un
proyecto nacional sólo podía basarse en una alianza sólida del empresariado
nacional, los sindicatos, las Fuerzas Armadas y la Iglesia Católica.
Esto – que puede horrorizar hoy al progresismo bienpensante – era un lugar
común de los pensadores nacionales y populares de la época. Basta leer a Don
Arturo Jauretche para darse cuenta de esto. Lo irónico – quizás lo trágico –
es que el planteo de Frigerio despertaba la desconfianza y la hostilidad no
sólo de las clases medias antiperonistas y anticomunistas, y su propia
corporación, los partidos políticos “democráticos”; también la del “partido
militar” en sus dos vertientes entonces vigentes del liberalismo gorila y
del nacionalismo católico.
Sus alianzas en el sindicalismo fueron siempre acuerdos de cúpula. No echó
raíces en “la gran masa del pueblo” que seguía fiel a los símbolos y
sentimientos del peronismo. Y el empresariado nacional, así como su base
política propia - los sectores medios modernizantes que siguieron a la UCRI
y luego al MID, que no fueron pocos - se fue apartando al convertirse en un
partido testimonial, sin posibilidades de volver al gobierno, que le era
imprescindible para realizar los cambios que planteaba.
Igualmente, el poco tiempo que duró ese gobierno – como recordaba Terragno
hace poco – le bastó para transformar la Argentina. Las “industrias de
base”: la petroquímica, el acero, sobre todo la industria automotriz,
llegaron para quedarse. La modernidad cultural, para bien y para mal,
también. Y la Argentina vieja no se lo perdonó.
En mi opinión, la lucha contra los intereses económicos que se le oponían,
que con cierto simplismo denominó “agro-importadores”, hubiese podido
ganarla. Contaba con fuertes aliados potenciales en el poder económico… si
hubiera demostrado “gobernabilidad”, como decimos ahora. Pero no podía
mostrarla porque no contaba con el respaldo social necesario.
Curiosamente, ni Frondizi, un político de raza, ni Frigerio, el ideólogo,
fueron capaces de armar coaliciones de amplia base como líderes muy
distintos de ellos y entre sí construirían después: Alfonsín en el ´83,
Menem en el ´89 y ´95, “Chacho” Álvarez y otra vez Alfonsín en el ´99,
Kirchner ahora. Claro, éstos no tuvieron que lidiar con la gran sombra de
Perón sobre el escenario. Pero sospecho que hubo un error estratégico de
inicio: el creer que se podía construir alianzas con las corporaciones como
si éstas tuvieran una conducción política lúcida, en condiciones de evaluar
costos y beneficios sin prejuicios; sobre todo, el creer que se podía
hacerlo sin respaldo popular propio.
Sea como sea, el ideal de transformación que Frigerio, con Frondizi,
propusieron a la Argentina, derrotado como corriente política, perduró como
proyecto. En parte porque era un proyecto para el país. Los políticos
prácticos, que cometen su propio pecado de soberbia cuando menosprecian los
proyectos, deberían tomar nota como estos siguen influyendo cincuenta años,
cuando las victorias electorales tienen una vigencia máxima de veinticuatro
meses.
Pero también perduró porque el proyecto de impulsar un país industrial y
tecnológicamente desarrollado – aunque le faltaran las banderas de
reparación social del irigoyenismo y el peronismo, los sueños
revolucionarios de los ´60 y los ´70 – llenaba un anhelo de realidad y
objetivos concretos a una sociedad cansada de la enfermedad latinoamericana
de la retórica vacía. Perón, viejo zorro e irónico con las maniobras de
Frigerio, pero siempre alerta ante las ideas nuevas, le agregó a las
propuestas que le alcanzaba el Tapir la preocupación ecológica - que sus
años en Europa le hicieron percibir que era la nueva idea fuerza - y un
conocimiento mucho más realista de cómo manejarse con las corporaciones.
Pero su tercer gobierno no tuvo un proyecto económico sustancialmente
diferente en el corto plazo que le quedó de vida.
Y ahora qué? El gran rival del desarrollismo, el neoliberalismo que en
nuestro país tuvo como vocero a Alsogaray y como ejecutor a Menem, ha sido
derrotado a su vez, en la Argentina y en el mundo. Su derrota, es cierto, no
ha tenido la espectacularidad y la contundencia del derrumbe del socialismo
real (por lo menos en los países que evitaron la convertibilidad). Pero más
allá de la retórica vacía, que la derecha usa tanto como la izquierda,
ningún país deja de usar subsidios, planificación estatal y la reserva de
mercados para actividades protegidas.
Los que cuestionamos el desarrollismo de Frondizi y Frigerio, no por
diferencias – que las teníamos - en la teoría económica, sino por
considerarlo insuficiente en sí mismo para hacer nuestra sociedad más justa
y más humana, sabemos bien que si no tenemos una base industrial y
tecnológica sólida, una economía eficiente, no vamos a tener un país mejor.
Ese realismo, Frigerio nunca dejó de marcarlo. Y aquella Argentina vieja que
lo derrocó a él y a Frondizi, las corporaciones civiles y militares que no
podían soportar la modernidad que ultrajaba sus valores y sus estilos, que
no podía aceptar una integración que se mostraba dispuesta a respetar su
poder social a la par que introducía cambios, hoy deben aguantar a Kirchner.
Más allá de las diferencias que seguramente tendría con este borrador, Don
Rogelio estaría de acuerdo que el pecado que la historia no
perdona es la estupidez.
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