El gobierno y los periodistas

El ataque a “LA POLITICA ONLINE”

 

Marcos Novaro - 15 de marzo de 2007

 

Esta semana el excelente site de información “LA POLITICA ONLINE”, de Ignacio Fidanza, fue hackeado y puesto fuera de acceso por algún tiempo, una acción que hay motivos para atribuir a gente cercana al gobierno. Como gesto de solidaridad con una página que visito frecuentemente y alguna de cuyas notas he subido aquí, - y dado que “El hijo” es un site de reflexión, no de información - quise reproducir el artículo con que Marcos Novaro, Profesor de Teoría Política Contemporánea, autor de Historia de la Argentina Contemporánea (Edhasa, 2006) y amigo de LPOL, analiza con lucidez y nivel intelectual las relaciones del gobierno de Menem y del de Kirchner con el periodismo.

Una observación, sin embargo: si bien Novaro tiene razón cuando dice de Kirchner: “su uso de la violencia discursiva ... llega en ocasiones a una intensidad tal vez sólo comparable con la de algún jerarca militar o líder revolucionario pretérito”, el poder que en la realidad ejerce el Presidente está mucho más limitado. LPOL estuvo de vuelta en la Web en muy poco tiempo, y estoy seguro que sus lectores crecerán. Más relevante, una alta proporción de los blancos de la violencia discursiva de Kirchner: los empresarios codiciosos, los neoliberales, los hombres de los ´90 hacen excelentes negocios con su gobierno o, si son políticos, han podido reciclarse como aliados suyos ¿Es necesario dar ejemplos? Parece ser un caso de la vieja expresión española. “Llámame gorrión, pero tírame trigo”.

Mi punto es que, antes que un gobierno especialmente hegemónico y arbitrario, estamos frente a una sociedad anómica, dominada por un individualismo sin proyectos de futuro en común, y una dirigencia política acorde con ella. Ahora que Ratzinger promueve el uso del latín, trataré de recordar (con errores de ortografía) una exhortación apropiada para los que hemos hecho política desde los ´70 o los ´80: “Si monumentum requiris, circunspice!” (Si quieres un monumento, mira a tu alrededor)


Existen unos cuantos buenos argumentos para sostener la necesidad de mejorar el modo en que los periodistas intervienen en el debate público: la opinión desmesurada que tienen de su propio rol, la patente ignorancia y superficialidad con que la mayoría trata los asuntos públicos, la disposición de no pocos, por motu propio o por regla de las empresas en que trabajan, a sacrificar autonomía y objetividad en función de incentivos provenientes de gobiernos o intereses particulares. Pero ninguna de estos se cuenta entre los motivos que han llevado al actual gobierno a reducir al mínimo la mediación periodística.

Los signos de este acotamiento son harto conocidos: el presidente no ofrece conferencias de prensa, ni contesta preguntas, ni da explicaciones, sólo emite discursos desde su atril, imponiendo un régimen de comunicación unidireccional y jerárquico, dentro del cual su palabra aspira a disolver toda instancia y recurso de contrastación autónoma, a volverse propaganda en estado puro; el jefe del Ejecutivo concentra y verticaliza como nunca las tareas de comunicación del Estado y el gobierno, estableciendo un monopolio de la emisión desde el vértice y limitando el acceso a fuentes de información a todos los periodistas y medios; el gobierno discrimina dentro de ellos entre amigos y enemigos, alentando que los primeros se comporten como publicistas convencidos de un mensaje ya elaborado; por último, las negociaciones e intercambios con empresarios de medios, como sucede con casi todos los actores, están basadas en amenazas de todo tipo.

Tal como resumió hace poco el Secretario de Medios Enrique Albistur en un reportaje a La Nación, haciendo gala de una involuntaria honestidad, fruto tal vez de su falta de práctica en aquello que es materia de su gestión, para este gobierno "los periodistas no son necesarios".

Horacio Verbitsky debió seguramente alarmarse ante la indisimulable e incómoda semejanza existente entre el ideario de la comunicación oficial expuesto por Albistur y el título de la obra con que él mismo acusó a Menem de todo tipo de tropelías contra la libertad de expresión e información en 1997. Lo cierto es que “Un mundo sin periodistas” parece ser hoy un objetivo más al alcance de la mano que en los noventa. Y a la vez más difícil de justificar, para un gobierno que se dice progresista (una diferencia que esperemos Verbitsky, quien públicamente no se ha manifestado al respecto, en la intimidad logre explicar a los funcionarios oficiales). Esta diferencia tiene varias implicancias.

En primer lugar, a este gobierno le interesa mucho más que al de Menem lo que la gente piense, y es lógico entonces que haya puesto mucho más esmero que su predecesor en controlar las conciencias.

A Menem, contra lo que suelen creer quienes despotrican contra la época del "pensamiento único" y todas esas cosas, le resultaba bastante indiferente qué pensaban íntimamente tanto sus funcionarios como sus seguidores y sus votantes. Con tal de poder convencerlos de sus méritos como líder y lograr apoyo a sus iniciativas de gobierno, estaba dispuesto a tolerar las opiniones más diversas respecto de en qué valores y para lograr qué objetivos ellas se justificaban. Ello en parte explica su predilección por los incentivos materiales, monetarios en lo posible, y por "comprar lealtades" en todos los niveles y grados de ilegalidad imaginables. Y también el ánimo tolerante y estilo desregulado y diversificado con que manejó la comunicación oficial: era frecuente que existieran muchos voceros y muchas fuentes alternativas en el seno del gobierno para que los periodistas se informaran, en ocasiones compitiendo entre sí (lo que no pocas veces permitió que las guerras internas se hicieran públicas y terminaran en escándalo: el caso Swift, fundacional para el género, IBM-Banco Nación, Yabrán y tantos otros están allí para demostrarlo). No hay que descartar que esta actitud tolerante y materialista se fundara en la convicción, que probaría ser exagerada, de que su séquito peronista y la sociedad en general terminarían replicando su propia experiencia de conversión a favor de lo que parecía entonces el curso ineluctable del progreso para el mundo entero.

Kirchner se nutre de una corriente de ideas y cosmovisiones políticas y económicas cuya actual credibilidad es concebida como mucho más precaria, y amenazada. Es la suya, además, una visión del mundo en la que la "lucha ideológica" tiene por principio un papel descollante. El antineoliberalismo, cualquiera sea su basamento, marxista, populista, antiliberal o nacionalista ocupa, en la visión de sus propios y más convencidos cultores, una posición acosada entre las tendencias en pugna en el mundo político actual. Y requiere por tanto de mucho más esmero y dedicación para imponerse. De allí que la intolerancia pueda ser al mismo tiempo una respuesta a la "autopercepción de debilidad", y señal de compromiso y convicción en la necesaria "guerra por las conciencias": en una cultura política ya desde siempre ampliamente contaminada de maniqueísmo, Kirchner introduce una versión de las "convicciones políticas" que le permite descalificar a sus adversarios no sólo porque sus ideas atrasan o son ineficaces, como podían hacer Menem, Alfonsín o tantos otros, sino porque expresan una constitución perversa, que los predispone a la mentira y la falsedad. La consecuencia lógica es, claro, un régimen de comunicación que vacune a la audiencia contra estos viciosos, que se cierre a la compulsa de las interpretaciones, y en el que hasta el más elemental de los datos informativos se vuelva un arma ideológica en la lucha por "la verdad".

En segundo lugar, Menem fue un político seductor por excelencia, un líder que buscó y logró ser amado. Mal que les pese hoy recordar a sus no tan remotos votantes y seguidores (a cuya mala conciencia nadie hace más daño que el Menem actual, negándose a un retiro silencioso), lo cierto es que ha habido pocos presidentes que pudieron prescindir tan generalmente del garrote. Si su discurso se vuelve agresivo, y su trato con la prensa tenso y distante, como lo registra Verbitsky en su libro, es recién tras comprobar que la seducción deja de surtir efecto, al final de su periplo presidencial. Hasta entonces, lo suyo fue mimar a los periodistas, catapultando aún a los más críticos a ocupar un lugar descollante en la vida pública: ¿qué más podían ellos pedir que un presidente y un séquito de bandidos propensos por igual a la ostentación pública del fruto de sus tropelías y la escandalosa ansia de fama, suficientemente indisciplinados como para, llegado el caso, denunciarse entre sí?

Kirchner es completamente diferente. Su sistema interno de poder es mucho más disciplinado: está significando para el peronismo una suerte de pasaje de la horda primitiva al Leviatán monopólico y jerárquico (con el consecuente, esperemos, ahorro de recursos para todos los ciudadanos). Y es natural que algo equivalente suceda con la proyección externa del mismo: infinitamente menos carismático y simpático, se esmera en hacer creíbles sus amenazas, volviéndolas efectivas con regular precisión, de modo de dejar en claro, como recomendaba Hobbes, que colaborar con él no asegura contraprestación alguna pero enfrentarlo si trae de suyo un inevitable castigo.

Su uso de la violencia discursiva es una manifestación prístina de este modo de proceder. Ella llega en ocasiones a una intensidad tal vez sólo comparable con la de algún jerarca militar o líder revolucionario pretérito. La eficacia de sus ataques y, sobre todo, la esterilización del potencial de conflicto que acarrean dependen, claro, de la ausencia de contestación. El uso del atril, en ese sentido, es inherente al esquema e incompatible con el intercambio de preguntas y respuestas, incluso en un ámbito controlado como puede ser una entrevista.

Kirchner es, por cierto, como se ha señalado, un líder que se basa en la opinión. Su fortaleza política depende en gran medida de su popularidad. Pero el vínculo específico entre líder y opinión es aquí completamente distinto al que establecía Menem: éste se basó en una lógica transaccional con su entorno, que permitía estar a medio camino entre el amor y el espanto, manifestar casi cualquier disenso mientras se participara del intercambio; y, por lo mismo, hacía posible una bastante amplia y frecuentemente conflictiva competencia en los entornos del poder. Las mediaciones, políticas o periodísticas, enriquecían sus posibilidades de ganar o conservar adherentes, y por tanto Menem las cultivó. Kirchner en cambio trabaja con una lógica de imposición y convencimiento fuertemente personalizada, para la cual las mediaciones, no sólo las preexistentes, son fuente de distorsión, cuando no lisa y llanamente obstáculos. Es natural entonces que el tipo de conflictos que se plantee en la arena mediática sea muy otro, y los recursos con que se arme para enfrentarlos también difieran: así como la construcción partidaria de Kirchner se asemeja a una cebolla de múltiples capas cuyo centro, como Dios, está en todas partes y en ninguno, así su comunicación es radial, directa, autocelebratoria y maniquea.

Dadas todas estas condiciones, se puede entender que el uso de la publicidad oficial tenga por objetivo además de fortalecer canales de comunicación exclusivos, aislar a quienes por su conducta merecen un castigo, y ejemplificar al resto. Más cerca de Raúl Apold que de Ramón Hernández, Albistur hizo alarde en el citado reportaje del tipo de enfrentamientos que gusta en plantear, por caso con el dueño de Perfil, o con los que llama "ratas", ya no los judíos y comunistas de su ilustre antecesor, sino los neoliberales que engañaron al pueblo (con el que Albistur dice reconocerse plenamente dado que también a él Menem lo sedujo y engañó, aunque en su caso hay que decir que los beneficios del engaño sin duda sobrepasaron largamente los costos del disgusto).

Sólo dos señalamientos finales: primero, tal vez los periodistas, al menos los que resistan su conversión en meros publicistas, puedan sacar provecho de los desafíos que esta situación les impone, aunque por cierto para que ello fructifique se requiere más esfuerzo que el denuncismo y evitar el lugar de "opositores" que el propio gobierno les reserva. Segundo, los perjuicios del modelo de comunicación se cargan en las espaldas del entorno oficial: ya que el presidente amenaza y reta siempre que tiene a mano un micrófono, y resulta inconveniente aceptar el desafío mientras el éxito lo acompañe, es natural que se genere un "derrame del disgusto" hacia sus acompañantes. Es algo conocido que los entornos se ganan los odios que las masas se niegan a dirigir a sus líderes más temidos. No debe sorprender entonces que evitar cargar con las deudas que va acumulando un presidente tan poco colaborativo sea una tarea cada vez más difícil para sus acompañantes. Sucederá entonces que el entorno se empobrezca cada vez más, o que la disciplina se resquebraje. En cualquier caso, el modelo asegura una sucesión conflictiva.

 

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