“Yo los conozco...”

Jorge Sigal
 


El autor de “El día que maté a mi padre – Confesiones de un ex comunista” escribió hace algunos meses – antes de las elecciones porteñas, claro – esta nota sobre Daniel Filmus, Jorge Telerman, Aníbal Ibarra y los hombres y mujeres que se agrupaban detrás de ellos. Es dura, es cierta, quizás también es injusta. Más comentarios al final.

 

Como vengo del Partido Comunista, una de las escuelas de formación políticas más importantes que existieron en la Argentina del siglo pasado (la otra, Guardia de Hierro, abrevó en el peronismo) conozco a muchos hombres y mujeres del poder actual. Es una cuestión generacional. Aquellos militantes criados y crecidos en la rígida disciplina juvenil de los ‘70 han llegado, por diferentes caminos, al lugar que la revolución soñada no les permitió. Así las cosas, no es difícil comprender que gente que dedicó buena parte de su infancia, adolescencia y juventud a prepararse para conducir "una nueva sociedad", en el revoleo ideológico actual, invierta su talento en las artes del mando de este mundo. Es una cuestión de oportunidades.

 

Hasta ahí, todo bien. La cosa se complica un poco cuando se improvisan coartadas filosóficas para ocultar lo que en realidad es una mezquina puja por posiciones de poder. ¿Quién es de izquierda y quién de derecha en estos tiempos descafeinados?

La pregunta no tiene respuesta, simplemente porque nada de fondo está en discusión. Todo es retórica hueca, pirotecnia artificial. Se confunde la estética con la ética. Veamos algunos ejemplos prácticos.

La biblioteca de Jorge Telerman no debe ser muy distinta de la de Aníbal Ibarra. ¿Daniel Filmus no le habrá prestado nunca un CD a Telerman, o viceversa? ¿Por dónde andaban cada uno de ellos en los 70? ¿Nunca se cruzaron en un recital de Mercedes Sosa?

 

El rabino Daniel Goldman, un consecuente defensor de los derechos humanos y sociales, dice que le causa mucho rechazo cuando va a programas de televisión y observa cómo los políticos, que sostienen una encarnizada puja frente a las cámaras, se van luego abrazados de los estudios. Claro, en otros tiempos hubiera sido inconcebible. Lo que sucede es que esos políticos han aprendido la lección: quizá los próximos comicios los encuentre en la misma boleta electoral.

 

Vivimos épocas vaporosas. Se utilizan categorías setentistas para denostar oponentes, pero metodologías noventistas a la hora de cerrar acuerdos o componendas. Los adjetivos han perdido peso porque todo el mundo sabe que son simples artimañas para conquistar o espantar votantes o clientes. Lo que verdaderamente cuenta, a la hora de sumar, es una buena medición en las encuestas.

 

Cuando se desvanecían los ‘90, Daniel Scioli era, para la llamada centroizquierda, sinónimo de menemismo y frivolidad. Ahora es candidato kirchnerista a la gobernación de la provincia de Buenos Aires, junto a piqueteros y otros sectores combativos. Inclusive participó, acompañado de otros ex empleados del gobierno de Carlos Menem – el presidente que firmó los indultos - en el acto de homenaje a las víctimas de la dictadura en el ex centro clandestino La Perla, Córdoba.

 

Del otro lado, si Gabriela Michetti pusiera un aviso clasificado ofreciéndose como compañera de fórmula para la jefatura de Gobierno, ¿cuántos partidos se presentarían a licitación? Estimo que varios. Lilita y Telerman lo admitieron públicamente. ¿Alberto Fernández no la tomaría para su propia estrategia? Pero, ¿cómo? ¿No es la representante de la derecha post menemista, de la patria contratista, del capital financiero?

 

Si la política no se hubiera convertido en este sinuoso juego por ocupar posiciones de poder -sin importar los proyectos o los pensamientos que encarna cada candidato- yo podría organizar una fiesta donde Michetti, Filmus, Telerman, Ibarra, Patricia Bullrich, Carrió y varios funcionarios del gobierno de la ciudad (por ejemplo el intachable ministro de Salud, Alberto De Micheli o el subsecretario de Turismo, Jorge Giberti), compartieran mi modesta discoteca (hay Serrat, Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Gieco, Mc Carney, Lennon y Chico Buarque como para pasar la noche entera).

 

El problema no es que estas figuras (varias de ellas, inobjetables) se hayan dispersado en el arco de las escasas opciones que presenta este ciclo de Operación Triunfo, sino que nadie entiende muy bien por qué se pelean. Vaciar de contenidos la política tiene sus riesgos. Mata la inteligencia y deja en la superficie lo peor del ser humano: la ambición ardiente por acumular poder.

 

- o -

 

Como dije al principio, no puedo decir que lo que dice Sigal no sea cierto (Y yo pasé por la otra escuela que él menciona, Guardia de Hierro). Pero creo que es injusto con los que hacen política, porque los está juzgando como si estuviera afuera de ella.

 

Antes que contestarle yo, prefiero subir parte de una discusión reciente que encontré en un blog “La lectora provisoria”, donde colabora con frecuencia Tomás Abraham. Alguien que usaba el seudónimo “cuervo” (pero que no es Filmus) contesta a un partidario de Carrió. Yo puedo suscribir lo que dice aquí, y me parece que es una respuesta adecuada a un planteo diferente, el de Sigal.

 

Yo simplemente creo que esa caracterización que hacés no toca la esencia de lo político. Me parece que confundís (como las otras voces indignadas que han aparecido autoproclamando a los gritos su decencia) la política con una forma de sacerdocio. En la misma línea, mezclás la lucha por el poder (que sí es propia de la política) con la omnipotencia, la inmunidad y la riqueza. Luchar por el poder no tiene nada de malo y quien no quiere el poder, entonces mejor no se dedique a la política.

 

En esta misma discusión estamos luchando por el poder. Claro que hay diversas maneras de hacerlo. Pero no está demostrado (y creo que sería bastante canallesco afirmar) que todos los que se dedican a la política profesional sean corruptos. Si los ciudadanos autoproclamados decentes le dan algún valor a la decencia, lo primero que tendrían que hacer es no injuriar a mansalva. Porque entre los académicos, los periodistas, los estudiantes, los cineastas y los empleados de oficina también existen los corruptos e inescrupulosos. Sin embargo no es de gente decente decir que los oficinistas y los profesores son todos corruptos y mentirosos.

 

Creo que ese tipo de discurso exaltado expresa más bien una necesidad de compensación por el resentimiento que uno acumula: los autoproclamados ciudadanos decentes quizá tengan una relación traumática con su propio poder (es decir: con sus posibilidades, o con su renuncia a ejercerlas). Entonces les agrada creer que su impotencia se explica por culpa de unos políticos a los que se demoniza. De otro modo no veo la necesidad de andar gritando que uno es decente. Si sos decente, no tenés ninguna necesidad de proclamarlo: simplemente hacés lo mínimo que corresponde. No tenés que esperar por ello ningún reconocimiento, porque la decencia es un fin en sí mismo y no un medio para obtener otras ventajas (porque sino no es decencia, sino una simulación interesada).

Ahora, un político como Carrió, que basa su plataforma en la proclamación de su decencia, no muestra con eso que es decente ni tampoco lo contrario. Pero sí que no tiene ninguna idea específicamente política para proponer. Les vende una ilusión de formar parte del partido de “la gente decente”, una política despolitizada. Eso se llama cualunquismo.

oscar - mayo 27, 2007 (“La lectora provisoria”)

 


   

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