No estoy de acuerdo por completo con esta nota de mi amigo
Gerardo, publicada previamente en "Harrymagazine" (ver lo que dije
hace algunos meses en “Evangelina Carrozo
conducción” y lo que agrego ahora - muy breve - en
“La guerra de las papeleras – Ecología y política”). Pero no resisto a
la tentación de reproducirla, ya que escribe muy bien, y pienso que un
planteo que hace aquí puede mostrarnos una puerta de salida al laberinto en
que nuestro gobierno se metió.
Gerardo José González
Los antropólogos dicen que la humanidad nació en la ribera de los ríos
africanos. Refugiándose en las cuevas que creaban los cerros que los
circundaban, cazando los animales que bajaban a beber, usando las maderas
que crecían magníficas en sus riberas, comiendo los frutos de las
estaciones, adornándose con sus flores.
Los geógrafos dicen que el río de La Plata es un estuario liso y definido
por las enormes corrientes del Paraná y el Uruguay.
Camilo José Cela dice que entrando al Plata el barco encuentra dos ciudades:
Montevideo al Oriente y Buenos Aires al Occidente. Capitales de dos países.
Juan Perón, en su tercera presidencia, arregló una vieja cuestión de límites
del legendario estuario, firmando un tratado con la república cisplatina.
El río Uruguay recorre, desde sus fuentes hasta su desembocadura, tres
países: Brasil, Argentina y Uruguay. Los tres son “copropietarios”, pero el
principal es Brasil, porque si pudiera técnicamente “chuparlo”, poco podrían
hacer los de aguas abajo, como enseña la historia mundial y nacional sobre
el tema.
El actual gobierno argentino se opuso a la construcción de dos plantas
fabricantes de celulosa en la margen oriental del río Uruguay, de iniciativa
privada finlandesa y española, argumentando peligro ecológico. Esta objeción
fue rechazada en principio por el Tribunal de La Haya y luego por el Banco
Mundial, por voto unánime, excepto el del representante del cono sur de
Sudamérica, que es un argentino al que le toca, por una simple cuestión de
turno, representar a los países vecinos.
La posición argentina, hoy, tiene en la mano tres armas:
-La acción de fondo en la Corte de La Haya.
-Los buenos oficios del rey de España.
-La influencia de Brasil.
Dado que los países que integran la Corte Internacional de La Haya son más o
menos los mismos que conforman el directorio del Banco Mundial, es razonable
esperar un veredicto final adverso a la Argentina.
Puesto que el reino de España es miembro de las instituciones mencionadas,
es posible que Juan Carlos ofrezca a nuestro país alguna especie de
reconocimiento de la ley internacional sobre la disputa.
Brasil, siguiendo una tradición tricentenaria, no se apartará de su papel de
mediador entre los estados de aguas abajo de su río Uruguay. Itamaraty
propuso tratar el diferendo hace unos días, pero Argentina lo rechazó.
Cualquier diplomático medianamente conocedor diría que la causa argentina
está perdida. Si EEUU, la UE y Brasil procuran una rendición “honrosa” para
la Argentina, llegó el momento de rendirse. En política se pierde y se gana
con frecuencia. Lo raro es empatar.
Argentina sufrió la mayor derrota diplomática del último siglo. Lo que se
discutió en el trazado del canal de Beagle es cosa menor ante esto.
Cabe preguntar que nos llevó a esta debacle calamitosa, incomparable, donde
el mundo entero nos condena de la forma peor: la unanimidad. Suena como un
escarmiento. El triunfo del David cisplatino es elegantemente disimulado.
Mera galantería ante el derrotado por knock out.
Quién sostuvo la estrategia de enfrentamiento fue el presidente de la
Nación. Los más prudentes e informados de sus adláteres opinaron en
contrario. Cae sobre él la responsabilidad y lo sabe. ¿Qué lo llevó a asumir
esa posición? Es difícil conjeturarlo. Cabría despejar posibilidades.
El ecologismo no parece ser una preferencia del presidente y su entorno.
Nada han hecho en estos años con los efluentes mortales que arrojan al río
Matanzas las industrias aledañas. Ni con el vaciado directo sin el menor
tratamiento de las excretas cloacales de la ciudad de Buenos Aires, que
contaminan el Plata, la ciudad del mismo nombre y la mar atlántica. De eso
no se habla.
Tampoco parece plausible la hipótesis de una afirmación nacionalista, dada
la profunda integración existente con la Banda Oriental. Los argentinos
queremos y admiramos al “paisito”, tan amable y culto, tan hospitalario.
Queda en pié una sola posibilidad: la oposición de la población de la ciudad
de Gualeguaychú. Pero esto resulta también incomprensible, porque la opinión
local nunca puede determinar una política internacional.
Si el mundo dice que las plantas de celulosa no son peligrosas significa que
la gente del pueblo se equivocó. A no ser que se sostenga que el mundo está
equivocado. Toca ahora a los vecinos de Gualeguaychú la difícil tarea de
rebatir la opinión mundial, expresada por medio de sus máximas autoridades.
Si el mundo entero dicen que no hay peligro, deberán recurrir a expertos
similares para demostrar lo contrario. En lo nacional, la cuestión parece
que cursará entre el gobierno nacional y los vecinos ya nombrados.
La hecatombe fue de magnitud tal que caben dos alternativas clásicas.
Aceptarla o resistirla. La última carece de futuro plausible. Los argentinos
que gustan de veranear en Uruguay querrán cruzar por el puente
internacional. Son de clase media, porque los ricos viajan ellos y sus autos
por barco a Montevideo o Piriápolis, o en avión. Y la clase media vota el
año que viene.
El gobierno argentino tiene a la mano una salida fácil para el conflicto:
subsidiar la oferta turística de Gualeguaychú. Créditos blandos para
hoteles, restaurantes, comercios de regionales y actividades similares. Se
dirá que el pueblo está demasiado cerca para dormir en tránsito. Colón
ofrece diez veces más servicios turísticos que la ciudad sureña, y lo
hicieron sin subsidios. Pero Colón es más bonita. De modo que el tema de la
oferta turística de Gualeguaychú debiera ser responsabilidad primaria de sus
habitantes. Lo que resulta inadmisible es que la Argentina sufra esta
condena internacional por el capricho de un pueblo envidioso e incompetente.
Si un pueblo decide hacer un piquete internacional, debe soportar las
consecuencias. En primer lugar las legales: intervención al municipio, a la
provincia, apertura de causas por graves delitos previstos en el Código
Penal común, etc. Porque el pueblo no gobierna por si –dice la Constitución-
sino mediante las autoridades que elige. Si eso no fuera suficiente, los
gobiernos provincial y nacional pueden hacerle sentir a los vecinos
contestatarios su disgusto de mil modos.
Hay una cuestión de fondo, misteriosa y también de difícil comprensión.
Pareciera que al gobierno nacional le resultan legítimas todas las
protestas, piquetes y diversas formas de acción directa de la población.
Pero esa actitud resulta de alto peligro, porque estimula la actuación no
del pueblo, sino de organizaciones políticas larga, históricamente
entrenadas en la manipulación popular. Así favorece a las organizaciones
políticas informales, incluso ilegales, en detrimento de los partidos
políticos. Algo parecen haber advertido los opositores que se pronunciaron
de modo categórico respecto del conflicto con Uruguay.
Si nuestro presidente creyera que lo favorece alentar las formas
espontáneas, básicas, por así decirlo, de la expresión popular, debiera
plantearlo de modo institucional. Proponer una ley que lo legitime. Su
principio central sería que el pueblo gobierna por si mismo. Es un tema
clásico, tratado trágicamente por la revolución francesa, que concluyó
diciendo que no era posible. Los EEUU jamás dudaron al respecto. Para mal y
bien deben gobernar los elegidos. La constitución de Alberdi y Perón dice
que la forma de gobierno es republicana, REPRESENTATIVA y federal. Kirchner
representa al pueblo argentino todo ante las naciones del mundo, no a los
vecinos de Gualeguaychú. En él cae toda la responsabilidad del conflicto.
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