Abel Fernández - 24/1/07
Me fue difícil decidir qué escribir y qué publicar sobre este tema. Nos toca
muy fuerte a los peronistas y a los que vivimos la militancia de los ´70. Y,
al mismo tiempo, parece alejado de los problemas y los desafíos que hoy
enfrentamos los argentinos.
No es así. Sucede que, como casi todo en la vida, tiene facetas diferentes.
Hay una cuestión de poder: está en juego el símbolo fundamental de un
aparato político, deteriorado, desmovilizado, pero todavía el más poderoso
de la Argentina. Hay un dilema moral, envuelto en velos de hipocresía y
autojustificación. Y – lo más importante – se están discutiendo los valores
y derechos – justicia, memoria, identidad – que nuestra sociedad va a
reivindicar ante los jóvenes que no vivieron ese tiempo. Como tiende a pasar
en nuestro país, toma la forma de un debate histórico. Recordemos al
revisionismo y la larga sombra de Rosas.
Por eso es que en una página que comencé planteando “Más acá de sus
ideales y su doctrina, el movimiento que creó y condujo Perón, con un Jefe y
tres ramas, perteneció a un mundo que ya no existe. El Partido Justicialista
que lo continuó, manejado primero por los sindicatos y a partir de la
Renovación por políticos, comparte la actual decadencia de los partidos
tradicionales… y de los nuevos... Lo que vale la pena pensar es si en
el siglo XXI un proyecto político cuyos votos siguen saliendo en su mayor
parte de los pobres y excluidos, que expresa una alianza de clases y que
concibe como su tarea elaborar un proyecto nacional tendrá vigencia. Y qué
forma tomará” (“Después del peronismo”-marzo
2006) siento necesario que se escriba sobre el juicio a las 3 A.
Una periodista – Silvia Mercado – se preguntaba en estos días en el
valioso “site” de Ignacio Fidanza: ¿POR QUÉ NO SE PUEDE JODER CON
PERÓN?... ¿Goza Perón de algunos de los privilegios de los seres sin
determinaciones y, por lo tanto, nunca le fue dado equivocarse?... ¿No
tenemos permitido abandonar la fe, nosotros, simples mortales, que buscamos
saber para creer, conocer para juzgar, debatir para llegar a nuevas
conclusiones?...
No necesito coincidir con ella en su ideología para aceptar que son
preguntas válidas, y que probablemente se las hacen muchos de buena fe. Por
eso le contesté allí: Hay dos planos en lo que vos planteás, Silvia, y es
un error o una hipocresía confundirlos. La búsqueda de la verdad es la
actividad más digna del hombre (y la mujer). Pero la política, que incluye
la lucha por el poder, también es digna, porque es necesaria.
Aquí me extiendo un poco más: Se recordaba hace poco que un movimiento
político no se configura sólo por su doctrina – actualizable - sino por
sentimientos, afectos y recuerdos y la entronización de sus fundadores. Por
eso contesté a amigos preocupados ante la campaña que se veía venir para
vincular al General con la represión clandestina, que me parecía clave que
la dirigencia del peronismo, si es algo más que una asociación de empleados
del Estado, asumiera que estaba frente a una batalla política, o se iba a
sumar a las fuerzas armadas y las organizaciones empresarias en la función
de punching-balls rentados.
El justicialismo respondió. En la forma inorgánica y desordenada como
siempre se ha manejado, y teniendo cuidado, en sus expresiones públicas, de
desvincular a Kirchner de esta campaña, aunque en algún caso recurriera al
viejo truco setentista de culpar al “entorno”. Es entendible: el peronismo
en su conjunto no se va a enfrentar al Presidente. No es sólo, ni siquiera
principalmente, por la “caja”. No lo enfrentará mientras aparezca como el
candidato que le asegura el triunfo electoral. Y si Kirchner no logra
domesticar al aparato político o al gremial, tampoco se peleará a muerte con
él. Lo aprendió en la misma escuela.
Esas son las reglas de juego de la política, y el que no las acepta puede
cumplir con la ética de la convicción, como dice Max Weber, pero no está
haciendo política de poder. No es extraño que hayan hablado Kunkel y Bárbaro
– que siempre han tratado de hacerla - desde el ámbito impreciso del
oficialismo K. Pero lo más significativo han sido las voces de los hombres
de los gremios; hasta el expresivo simbolismo de los carteles que advertían
“No jodan con Perón”. El sindicalismo argentino, como estructura de
poder, hasta hoy es peronista o no es nada. Y, recuperándose de la recesión
y desempleo del segundo período de Menem y de la Alianza, no tiene vocación
de ser nada.
Y, aunque no le guste a los progres, tiene un cierto derecho en este tema.
Porque como escribe Guillermo Lamuedra en el site de Causa Popular: “Al
"brujo" José López Rega, al que se le atribuye la creación de la Triple A,
(la Alianza Anticomunista Argentina), cuando quiso anular los convenios
colectivos de trabajo ya firmados, no lo arrojó de la Casa Rosada una
manifestación de militares o de representantes de la partidocracia, que creó
las condiciones políticas para el golpe de Estado y después colaboró con el
Proceso. Al "brujo" lo expulsó la manifestación de miles de obreros
convocados por la CGT.”
Los crímenes que cometió la Triple A son, tengámoslo claro, repudiables
en cualquier sistema ético. Pero son particularmente horrorosos para la
intelectualidad progre, que se identifica fácilmente con sus víctimas. Le es
tan natural condenarlos como, por ejemplo, ser antifascista sesenta años
después de la derrota del fascismo en la guerra.
Por eso es necesario decir que, como guerra de bandas, los oponentes de la
Triple A no vacilaban en recurrir al asesinato como instrumento político. Lo
habían hecho antes que sus represores, y sus víctimas fueron gremialistas,
generales retirados y simples policías. Como violencia parapolicial, la de
las 3 A fue diferente sólo en escala a la que siguió ocurriendo en, por
ejemplo, el conurbano bonaerense. Y menor a la que acontece en las favelas
de Río. Pero, claro, ahí es más difícil identificarse con las víctimas.
Nada de esto excusa sus crímenes. Y desde la ética de la
responsabilidad – siempre recurriendo a Max Weber – sobre la Triple A cae la
condena que, en otro caso, pronunció alguien que sabía de seguridad: José
Fouché, Ministro de Policía de la Revolución, el Directorio y Napoleón “Fue
peor que un crimen. Fue un error”.
Tan respetable como la sensibilidad progre, es en principio la de los
peronistas. Y hay un aspecto de este caso – la situación de Isabel - que
indigna y asquea a muchos de ellos. Un viejo amigo, Gerardo González, me
escribía: “Fue la
única mujer presidenta. Pasó más tiempo presa que todos los anteriores
presidentes sumados. No hubo derechos humanos para ella. Mantuvo una
conducta pública silenciosa y ejemplar durante treinta años, sin actos ni
declaraciones perturbadoras. Tiene 75 sufridos, terribles años, llenos de
angustias. Respetó como nadie la figura de su esposo… Hay que tener mucho
odio en el alma para atacarla, el mismo que tenían quienes mataron al
general Aramburu y luego robaron su cadáver. Es pasión por la muerte.”
Una pequeña observación, Gerardo: Sobre la persecución contra Isabel y el
rencor contra Perón, me parece que, en proporción, los más empeñados son los
que no militaron en Montoneros, ni siquiera en el ERP. Más allá de un juez
interesado en buscar justificativos para la represión militar (Acosta) y
otro que quiere mejorar su imagen en el nuevo clima de opinión (Oyarbide),
de publicistas con su propia agenda (Uds. pueden poner los nombres), los más
ardientes en la condena son los que no participaron en el enfrentamiento de
los ´70.
Eso tiene que ver con el problema moral como está siendo encarado en esta
sociedad mediática. Aunque es cierto que Internet se ha llenado en estas
semanas de mensajes y declaraciones donde se deja ver en sus autores la
necesidad de justificar errores o locuras – de ambos lados - cometidas o
aplaudidas 30 años atrás, los que llevan la discusión en los medios, los que
relatan viejos crímenes a la mayoría de los argentinos – para no hablar del
resto del mundo – que no vivió ese tiempo, lo hacen con una ética no de
convicción ni de responsabilidad, sino de espectadores. No se les ocurre
pensar en términos de decisiones y de enfrentamientos. No intentan entender
para juzgar por qué esos hombres, los guerrilleros, los militantes y los
represores, hicieron las cosas que hicieron. Idealizan a algunos, demonizan
a otros, pero no analizan en serio lo que pasaba en el resto del mundo... y
como siguió la historia entre nosotros. Ni siquiera toman en cuenta que en
nuestro país el partido militar no es desalojado por ninguna lucha popular,
sino por su propia incompetencia y estupidez, al arrastrar Argentina a su
derrota en la única guerra convencional en más de un siglo.
Por eso no perciben la verdadera responsabilidad moral de los otros
espectadores, los de los ´70. No la que describe la frase que falsamente se
atribuye a Brecht, “que no dijeron nada”. No, en los ´70 hablaban alto y
claro: las decenas de miles que coreaban en las plazas “Duro, duro, duro
Vivan los montoneros que mataron a Aramburu”, y los cientos de miles –
incluyendo muchos de los anteriores - que, menos de dos años después,
mascullaban en privado “A los guerrilleros hay que matarlos a todos”.
En mi página quise mostrar las “usinas ideológicas”, para usar una
expresión pasada de moda, que forman y se alimentan del clima social que
hace inevitable que estemos revisando la relación de Perón con la violencia
de los ´70. Y que – lo fundamental, porque la mentira más eficaz es la
omisión de la verdad – enfocan exclusivamente la terrible violencia de los
´70, sin mencionar, sin analizar la de los ´60, los ´50, ni, por supuesto,
la menos espectacular pero más cercana de estos años del siglo XXI.
Subí entonces textos de José Pablo Feinmann y Artemio López, porque son
mucho más interesantes – en distintos niveles - que las decenas de
periodistas que en los medios masivos repiten y amplifican las mismas ideas.
Pero ese es el plano decisivo en política, muchísimo más que operadores
irresponsables y jueces oportunistas que empujan causas judiciales que no
llegan a nada.
Y, por la otra campana, de la inundación de palabras que peronistas y
“nacionales” varios subieron a Internet, elegí la nota de Jorge Rulli porque
me pareció que, además de dar testimonio de cómo ve este “revival” alguien
que siempre fue y es un militante de izquierda – del campo popular, supongo
que él preferiría decir – un peronista histórico que nunca estuvo en
Montoneros y sí en la mira de las 3 A, también encara algunos temas
importantes que no quería dejar sin cubrir:
Primero: la política de seguridad de este gobierno (la falta de) y, en
general, el problema que el “progresismo” tiene cuando está en el poder para
hacerse cargo de la seguridad como un requerimiento del pueblo y una
necesidad del Estado. Recalco esto porque debemos tener presente que las
Triple A, básicamente una banda parapolicial que sumó grupos de jóvenes que
compartían la misma lógica armada (y en algunos casos historia) con los
guerrilleros, fue una solución siniestra a un problema de seguridad, que –
por supuesto – sirvió para agravarlo.
Segundo: Rulli hace un alegato apasionado para demostrar que los crímenes de
la guerrilla también son “terrorismo de estado” – en la retorcida y un poco
hipócrita fórmula jurídica que se ha encontrado para dejar sin tocar los
indultos a los amigos y anular los de los enemigos. Es obvio que tiene
razón: a partir de mayo del ´73 y hasta las intervenciones impulsadas por
Perón, Montoneros cuenta con los recursos estatales de cinco provincias –
entre ellas, Buenos Aires, Córdoba y Mendoza – y de la Universidad de Buenos
Aires.
Y este pasa a ser el punto clave del debate político. Yo ya había planteado
a esos amigos preocupados que mencioné antes que a esta altura los
peronistas no podían limitarse a hablar del mensaje de paz y reconciliación
que el General traía para la sociedad argentina, su disposición a enterrar
viejos odios. Aunque es la verdad, no es toda la verdad.
Si bien la versión de reuniones de gabinete donde se daban listas de
condenados no sólo es falsa, sino absurda (ver el testimonio de Gustavo
Caraballo) no caben dudas que Perón – que tenía muy claros los riesgos
terribles de encomendar a los militares la represión de la guerrilla, que
seguía asesinando dirigentes y asaltando cuarteles – decidió que la policía
asumiera esa función. Y la policía tiene métodos tradicionales, e iguales en
todos lados, para ello.
Pero las analogías con los “barbouzes” de De Gaulle o los GAL de Felipe
González fallan en un aspecto fundamental. De Gaulle y Felipe tenían Estados
que funcionaban, fuerzas armadas mayoritariamente unidas en la lealtad a la
Constitución y una clase política que rechazaba activamente la violencia.
Perón no contaba con nada de eso.
Bárbaro, que nunca ha tenido problemas en percibir la lógica de un
enfrentamiento, defiende a Perón enfocando su discurso en la soberbia y la
locura de las organizaciones guerrilleras. Es válido y necesario, frente a
la irresponsabilidad de los que propagandizan el mito de la primavera
camporista; del berreta maniqueísmo de un Mempo Giardinelli que hace pocos
días escribía en Debate “Lo importante es la diferencia ética
fundamental: en su inmensa mayoría los militantes populares fueron sinceros
luchadores por la justicia social,… mientras los que tenían en sus manos el
poder absoluto del Estado (¿!) fueron unánimemente energúmenos autoritarios
y además clasistas, colonizados, fascistas conscientes o inconscientes y en
el mejor de los casos chupacirios negadores”. Sólo le faltó agregar que
eran viejos y feos.
Los argentinos necesitamos una historia mejor. No solamente por amor a la
verdad, sino por la salud de nuestra sociedad. Un país mucho más
experimentado, con una clase política más sabia, Italia, pagó hace 20 años
un precio muy caro porque sus dirigentes y sus publicistas crearon con
ligereza el mito de “la lucha antifascista”. Mussolini tuvo, hasta 1943 y el
desembarco del ejército aliado, una oposición idealista pero numéricamente
insignificante. A los dirigentes italianos, muchos de ellos ex-fascistas,
les resultó útil vender una heroica resistencia.
Las Brigadas Rojas, asesinas de Aldo Moro y de muchos inocentes, se formaron
con aquellos de sus hijos que creyeron en ese mito y se sintieron convocados
a su propia lucha heroica. Con el mito de los treinta mil luchadores
impolutos por la justicia social (porque los militares tenían un
“buenómetro” infalible y los que eran aventureros como Galimberti o
irresponsables como Gorriarán Merlo, a esos no los mataban), ¿no se está
convocando a futuros militantes juveniles a repetir ese heroísmo, frente a
la corrupción y la ineficacia de la política? Ningún gobierno, evidentemente
tampoco el de Kirchner, resiste la comparación con un mito.
Un amigo, luchador en los ´70, me dice que no hay riesgo de esto porque los
jóvenes de hoy no se interesan en los mitos heroicos. No lo creo, ni tampoco
lo deseo. La mejor consigna, para mí, del viejo General fue cuando afirmó
que “No debería nacer un hombre que no tenga una causa noble por la que
luchar”. Por eso tampoco quiero una historia que no recoja el valor y el
entusiasmo de los que eran jóvenes y militaron.
Sí creo que debemos esforzarnos por aclarar las raíces de la cultura de la
muerte que imperó en nuestra sociedad en esos años – y sus rastros que
todavía persisten. De la religión del odio y la legitimación de la violencia
que ya – gracias a Dios – no forma parte del discurso político aceptado,
pero que puede retornar con disimulo detrás de la “teoría de un solo
demonio”, el que tiene la culpa de todo.
Ninguna historia válida puede ocultar los asesinos, matones y torturadores
que cumplieron con su oficio en esos años trágicos. Es imposible negar que
la mayor parte de ellos estuvo en el lado de la represión (aunque habrían
colaborado sin dudas con un gobierno de la guerrilla si ésta hubiera
triunfado y los empleaba). Pero sería infame negar por oportunismo político
a los otros, los que se enfrentaron a los guerrilleros, con – la trágica
ironía de ese tiempo – ideales no tan distantes de los que aquellos
enarbolaban. Y métodos parecidos.
Finalmente, como la historia tiene sentido a partir de los valores que
incorporamos en ella, pienso que es necesario rescatar de la sangre, el
fanatismo y la estupidez que los cubrió, esos ideales de justicia y de
patriotismo que tenían la mayoría de los jóvenes que pelearon y cayeron en
esa época.
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